Así reaccionaron los pasajeros de un autobús a los comentarios de un grupo de adolescentes sobre la víctima de la manada

Alfredo Casares
4 min readJul 26, 2018

La ola de indignación social por la sentencia de la manada no se deshizo al finalizar las movilizaciones populares. En la conciencia colectiva se ha instalado la convicción de que determinados comportamientos son socialmente intolerables y muchos ciudadanos han asumido la legitimidad y la determinación para hacer visible ese reproche en los espacios públicos.

Los pasajeros de un autobús urbano de Pamplona lo ejemplificaron el sábado al reaccionar de forma colectiva ante los comentarios sobre la víctima de la manada que hizo un grupo de adolescentes.

Sucedió apenas una hora después de que 35.000 personas nos manifestáramos por las calles de la ciudad. Eran las 14.50 y el autobús de la línea 23 enfilaba la avenida de Baja Navarra en dirección al centro comercial Itaroa y a la urbanización de Olloki.

En el vehículo, un grupo de diez chicos de 15 o 16 años ocupaba la parte trasera. Estaban sentados en dos filas de asientos y tres de ellos de pie junto a la puerta. Hablaban entre ellos, varios al mismo tiempo, voceaban.

“¿Habéis oído lo de la manada?”, preguntó uno.

Risas entre ellos, algunos comentarios por lo bajo y una voz que se eleva sobre las demás:

“Yo creo que disfrutó”.

Le sucedió una catarata de risas, en voz alta, con esa cadencia nerviosa de los adolescentes. Los primeros en reaccionar fueron dos jubilados, un hombre y una mujer, que estaban frente a ellos. De manera inmediata. “Esos comentarios que estáis haciendo… No tenéis derecho, no sabéis lo que decís”. “Si fuera vuestra madre o vuestra hermana…”.

Les siguieron una mujer que se acercó desde su asiento, otra pareja de jubilados y tres chicas que no viajaban juntas. Lo hicieron sin atropellarse, respondiendo con firmeza y sin agresividad a cada comentario de los adolescentes. La escena se prolongó durante unos 15 minutos.

Los chicos se mostraban incómodos, inquietos, pero no faltaron al respeto a ninguna de las personas que se dirigían a ellos. La mayoría de los adolescentes callaba. Dos o tres se defendían.

“Estamos hablando entre nosotros, por qué se tienen que meter, tampoco es para tanto… Parece que nos van a pegar”, se quejaron.

“Yo estoy a favor de la chica”, se excusó uno.

“Tenemos derecho a tener una opinión, ¿no?”, reclamó otro.

Para entonces, la veintena de pasajeros que viajábamos estábamos girados en nuestros asientos mirando a los jóvenes.

“Estáis hablando en voz alta y riéndoos en un autobús. A vuestros padres les daría vergüenza”, les dijo uno de los hombres.

Entonces, tras la mención a sus padres, uno de los chicos que viajaba de pie esgrimió con orgullo el tesoro que guardaba:

“Pues un amigo de mi padre vio el vídeo”, ofreció como argumento contundente, definitivo, apelando a una fuente que había tenido acceso a la prueba.

“Bastante impresentable es el amigo de tu padre de hablar de un vídeo como ese”, le afeó un hombre.

El chico no continuó hablando, como si hubiera refrenado el impulso de desvelar lo que en ese vídeo se puede ver realmente, lo que él sabía y el resto de nosotros no, lo que el amigo de su padre contó a su padre, y lo que parece que su padre le contó a él.

“Tenéis madres, hermanas, tías o novias, y tendréis mujeres alrededor en el futuro, ¿cómo podéis pensar así?”, les gritó una mujer antes de apearse. Otra les repitió cómo se sentirían ellos si la víctima fuese una mujer de su familia. “¿Y si fuera vuestra hermana?”.

Intervino un hombre de unos 70 años, que se acercó al grupo de forma airada, elevando la voz: “¿Diríais lo mismo si fuera vuestra madre, si cinco hombretones la metieran en un portal y la violaran?”.

En ese momento, los argumentos pueriles cesaron. Algunos de esos chicos de 15 o 16 años comenzaron a basar sus afirmaciones en referencias jurídicas y en situaciones que se vivieron durante la instrucción de la causa y en el juicio.

“Pues los han condenado por abusos, por algo habrá sido…”, aseveró uno de ellos.

“Un día, la chica se puso una camiseta que decía hagas lo que hagas quítate las bragas”, añadió otro .

“En el juicio, el abogado de ellos le dio un repaso al de la chica”, se creció un tercero.

“Pero si ella dijo en el juicio que le agarró el pene para no caerse, para no perder el equilibrio…”, agregó otro entre risas.

Una de las parejas de jubilados se levantó del asiento al llegar a su parada. “No tiene ninguna gracia lo que estáis diciendo”, les recriminaron antes de bajar del autobús. Una chica que viajaba delante del grupo intervino entonces, y otra que viajaba junto a ella se sumó a la crítica. “Ella tiene derecho a hacer su vida, ¿qué tiene que ver eso de la camiseta?”.

Nadie sacó su teléfono móvil, nadie grabó la escena. A todos nos debió de parecer más importante escuchar e intervenir de forma colectiva en ese momento que refugiarnos como espectadores detrás de una pantalla para después difundirlo.

Me acerqué al grupo de chicos antes de apearme. “Tenéis que entender que a partir de ahora la gente no va a permitir que se hagan este tipo de comentarios en público”, les dije. “Tenéis 16 años y hacéis bromas, pero lo que nos preocupa a todos los que estamos aquí no es solo lo que decís, sino lo que pensáis, y lo que haréis cuando tengáis 30 años”.

Me bajé en mi parada sin que los chicos hubieran intentado alguna disculpa con las personas que les recriminaron sus palabras. Seguramente no creyeron que habían dicho nada malo. Su pecado, en todo caso, fue comentarlo en voz alta en un autobús. En el salón de su casa, con sus padres, eso ya es otra cosa.

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Alfredo Casares

Periodista. Fundador y director del Instituto de Periodismo Constructivo. Solutions Journalism Network LEDE Fellow. Acumen Fellow.